

Solo el amor convierte en milagro el barro.
Silvio Rodríguez
De niña, mi mundo olía a metal bruñido y cantaba el golpeteo rítmico de martillos sobre el yunque. Crecí inmersa en el taller de mi abuelo, donde la orfebrería se gestaba entre sueños y manos talentosas. Allí aprendí que el arte nace de la paciencia; que el diseño es un susurro inicial y la fundición, el momento en que la materia comienza a latir. Vi cómo los artesanos daban forma a los materiales con sus herramientas y cómo el soplete iniciaba un baile con los metales.
Ese lenguaje de creación quedó inscrito en mi memoria y hoy, como si respondiera a un llamado profundo, lo retomo moldeando con mis manos la arcilla inspirada en este arte que nace de la tierra dócil y se deja guiar por el tacto hasta fundirse en un abrazo con el fuego y transformarse en algo eterno.
Cada pieza que moldeo es un universo silencioso: su forma se curva al temple de mis pensamientos, el color evoca estaciones pasadas y su textura guarda huellas invisibles. El barro tiene alma y en cada obra puedo escuchar el murmullo ancestral, ese que viaja desde los rincones más profundos de la tierra hasta la piel de quien la toca.
